Siempre he sido un admirador casi incondicional del presidente Franklin Roosevelt. Me parecía que antes de entrar en la guerra ya había superado eficazmente la crisis de los años treinta, que había infundido a su país una enorme voluntad de ser un gran país democrático y victorioso y que, en diciembre de 1941, había conseguido, efectivamente, que Estados Unidos entrase en guerra junto a los aliados. En 1944 yo estaba en París en una misión para los servicios secretos de la Francia combatiente, la misión Greco. El 10 de julio fui arrestado por la Gestapo. Me deportaron a Buchenwald y, salvado milagrosamente de la horca, conseguí evadirme del campo de Dora[1] donde estuve prisionero desde el 8 de febrero al 5 de abril de 1945, y reunirme con el ejército aliado en Hannover. Una vez liberado, entusiasmado con la victoria de los aliados, sentía que estábamos en el umbral de un nuevo mundo, de una nueva era histórica. Yo, que había nacido en Alemania y me sentía particularmente horrorizado con Adolf Hitler, pensaba: Ya está, vamos a tener, por primera vez en la historia del mundo, una organización que se pretende mundial, una organización de Naciones Unidas que puede acoger en su seno todas las naciones, y que además no solo está ahí para intentar evitar la guerra, como la Sociedad de Naciones tras la Primera Guerra Mundial, sino que está para que se respete la dignidad de la persona humana, que ha sido gravemente ultrajada. Ultrajada por la forma en que los dirigentes fascistas habían tratado a sus compatriotas. El asunto de la aniquilación de los judíos en Europa, de la Shoah, todavía no estaba muy clara ni muy presente en nuestras mentes. Sin embargo, me temía la amplitud del desastre porque había visto llegar a Dora algunos desgraciados procedentes de Auschwitz, a quienes habían obligado a atravesar Alemania y que se encontraban en un estado humano indescriptible —en mis memorias[2] cuento que la visión de aquellos judíos nos producía la impresión de que salían de un mundo desconocido. Después fueron conducidos al campo de concentración de Bergen-Belsen, donde muchos de ellos fallecieron. En fin, yo me decía: bien por Roosevelt y bien por De Gaulle —al que había conseguido unirme en marzo de 1941 y con quien había trabajado durante cuatro años—, el mundo que vamos a construir será la negación de lo que hemos vivido con el fascismo. En cuanto a la Unión Soviética, sabíamos que entre los años 1936 y 1938, Stalin había organizado procesos falsos contra los veteranos de la revolución de 1917 y que la población vivía bajo el terror, pero en aquel momento nos decíamos: es la guerra, el Ejército rojo es quien realmente ha ganado esta guerra. Los que habíamos sido deportados a los campos sabíamos con qué lentitud llegaban los liberadores del Oeste y con qué rapidez, por el contrario, avanzaba el Ejército rojo. Hablando con franqueza, teníamos dos héroes: Roosevelt, porque había concebido las Naciones Unidas, y el Ejército rojo, Josef Stalin no, pero sí el Ejército rojo, que había conquistado una victoria tras otra. Tras la liberación de los campos de concentración y de exterminio nazis, nosotros, los supervivientes de la guerra, empezamos a entender lo que les había sucedido a los judíos de Alemania, primero a los judíos de Alemania y después a los judíos de la Europa ocupada. Yo, personalmente, por mis orígenes alemanes, conocía la situación de los judíos en ese país a finales del siglo xix y principios del xx, y su contribución decisiva en todos los campos, hasta el punto de ocupar posiciones muy importantes tanto en la vida económica como en el teatro, la literatura o las artes plásticas… Eran chivos expiatorios demasiado evidentes, demasiado fáciles de convertir en culpables de haber impedido que Alemania ganase la Primera Guerra Mundial. Enseguida tuve la oportunidad de saber mucho más sobre los crímenes nazis.
Llegué, en efecto, a Nueva York en febrero de 1946. Mi tío
político, Léon Poliakov[3],
trabajaba junto a Edgar Faure, entonces fiscal general adjunto por parte
francesa en el Tribunal militar internacional de Núremberg. Allí, de golpe, fui
muy bien informado sobre los crímenes nazis y descubrí hasta qué punto la
erradicación sistemática de los judíos constituía una operación única en los
anales de la historia. Por eso creíamos que nosotros, las Naciones Unidas
victoriosas, reunidas en Nueva York para dilucidar cuál debía ser el futuro de
nuestro mundo —un futuro basado en los derechos humanos, en la dignidad de la persona,
en el rechazo del fascismo y del totalitarismo (Hannah Arendt estaba entre los
que mi amigo Varian Fry[4]
consiguió evacuar de Francia)—, debíamos poner fin a la situación insoportable
de los judíos, una situación de la que los alemanes eran responsables. Teníamos
el deber de encontrar una solución para ellos. Era necesario que el judaísmo
lograse recuperar su fuerza, su esplendor. Deseábamos, naturalmente, que todos
los países democráticos aceptasen por fin acoger a los judíos, especialmente
Estados Unidos, que se había mostrado bastante antisemita poco antes de la
guerra, queríamos que en adelante se les abriesen las puertas. Con todo, ¿debíamos
considerar la posibilidad de un Estado para los judíos? La cuestión no estaba
clara. Nos lo preguntábamos. La famosa Declaración Balfour de 1917, así conocida por el nombre del ministro de Asuntos
Exteriores británico, hablaba de un Hogar nacional judío en Palestina. Pero,
¿era la mejor solución? Yo me lo planteaba, yo, un judío de segunda, solo por
parte de padre, algo que ya de por sí no está muy bien, y además de un padre a
quien solo le interesaba la mitología griega y que nunca me hizo Bar Mitzva*
ni me inició en la religión judía, sino tan solo en los valores morales que él
apreciaba del judaísmo, él, que fue un admirador de Franz Kafka y buen amigo de
Walter Benjamin y de Gershom Scholem[5]…
La judeidad era algo que contaba para él, y también
para mí. Pero en Nueva York, en
cualquier caso, yo seguía planteándome la pregunta: ¿Realmente tenía que ser
ahí, en Palestina, donde había que instalar ese hogar nacional? Tenía algunas
sospechas, lo digo claramente, respecto a nuestros amigos británicos. Admiraba
incondicionalmente a Winston Churchill, que había ganado la guerra para
nosotros, y también admiraba la política británica, que era una política de
equilibrio. Pero sospechaba de Gran Bretaña en relación a la Organización de las
Naciones Unidas. Roosevelt fue quien se la impuso a Churchill, que por su parte
se la impuso a Stalin. Ahora bien, los británicos eran los dueños y señores en
Palestina. Ejercían su tutela sobre el país desde 1920 en calidad de
mandatarios en nombre de la Sociedad de Naciones. Pero si todo mandato debe
concluir naturalmente en la independencia —ese fue el caso de Siria y el
Líbano—, el futuro de Palestina seguía siendo ambiguo. ¿Se convertiría en un
Estado independiente?, y ¿qué Estado? ¿Qué sería del Hogar nacional judío
prometido por Balfour? Dadas las circunstancias, ¿ese hogar no se había
convertido ya para los judíos del mundo entero en una tierra de acogida que
debíamos proteger? Esos eran los términos en que se planteaba la cuestión para
los diplomáticos al principio de las negociaciones sobre el futuro de Palestina
tras el fin del mandato británico.
© ediciones del oriente y del mediterráneo
© de la traducción: Matilde París
[1] El campo de
Dora era un campo de concentración nazi destinado a la fabricación de misiles
V2 durante la Segunda Guerra Mundial. Cerca de 60 000 prisioneros de veintiún
países pasaron por allí. Se estima que fallecieron más de 20 000 hombres.
[2] Danse avec le siècle. París, Seuil, col.
«Points», 2011.
[3] Léon
Poliakov (1910-1997) fue uno de los primeros historiadores de la Shoah.
[4] Varian Fry
(1907-1967) fue un periodista norteamericano que salvó en Marsella a entre 2
000 y 4 000 judíos y combatientes
antinazis, ayudándolos a huir de Europa y del régimen de Vichy.
* Rito judío
que suele hacerse al llegar la pubertad, a los doce o trece años, y consagra la
responsabilidad del recién iniciado frente a su comunidad. (n.t.)
[5] Gershom
Scholem (1897-1982), filósofo judío nacido en Berlín, donde realizó sus
estudios antes de trasladarse a Palestina en 1923. Gran especialista en la
mística y la Cábala, dejó una obra inmensa, entre la cual se encuentra su
célebre correspondencia con Walter Benjamin.
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